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‘Exodus': un drama silenciado. Diario de Cuba.com, 08.26.2012

Por Jesús Rosado

Controversial, y por momentos tediosa, ha sido la polémica sobre la utilidad de la fotografía a la hora de historiar. ¿Trascendencia como fuente documental o no? Una discusión comparable —y no es fortuita la alusión— a las laberínticas conexiones y distinciones que ha hecho Wittgenstein entre los conceptos tiempo-memoria y tiempo-información.

Cuando en el agosto habanero de 1994, y en pleno apogeo de la desbandada de balseros, Willy Castellanos decide documentar cámara en mano las jornadas crispadas de aquellos improvisados navegantes, lo acomete impelido por esa agitación social a la intemperie, sin plena conciencia de que aun con su carácter fragmentario el material visual que iba atesorando sería dossier elocuente de un drama silenciado por el poder. De modo que, aunque ciertos reticentes objeten el alcance documental que Gisèle Freund o la Sontag confirmaron en la fotografía, el reportaje hilvanado por Castellanos muestra lo opuesto al convertirse en cobertura excepcional a la sin versión de los hechos, logrando mediante la aproximación freelance a protagonistas y escenarios que el punto de vista alternativo evite los pragmatismos premeditados por una estrategia editorial o ideológica.

Al contrario, más bien en la serie que configura Exodus, una página extraviada de la historia prima sobre cualquier interés utilitario el apremio antropológico de transparentar el conflicto humano desde diversos ángulos. Por ello, paralelo a la temperatura emocional que registra el ojo fotográfico, es posible seguir el comportamiento idiosincrásico del isleño ante una decisión tan comprometida con la supervivencia como la de traspasar el muro de salitre que lo separa de la libertad y el bienestar.

En las más de setenta fotografías, el lente explora las interioridades de la acción resuelta y emancipada. Recorre desde la etapa laboriosa de la preparación de la balsa, y avanza coleccionando sensibles escenas de camaradería o de inevitable adustez ante la proximidad del destino inescrutable. Cada toma de Castellanos desborda lo que el lente abarca, adentrándose en la energía subjetiva de lo que se deja fotografiar y empujando la especulación hacia las zonas que el enfoque impide ver. Así deja constancia de una población tristemente marginalizada, cuya urgencia es abordar las rústicas embarcaciones diseñadas para viajeros suicidas.

Rostros de hombres y mujeres cruzados por el drama de la disyuntiva que intentan disimular estoicamente el horror a los abismos. Todo un álbum patético sobre uno de los momentos de ese fenómeno cíclico que es el éxodo cubano y donde la combinación de arte y periodismo servirá para siempre de soporte a la memoria empírica.

A pesar de la premura coyuntural, Castellanos cuidó la factura de aquellas imágenes. No se distrajo en trucos de oficio o códigos elaborados porque lo que priorizaba era el testimonio del curso veloz de los hechos. De ahí que el discurso fluya sin afectaciones, ajeno a la intervención sobre el saldo de la imagen, pero replanteándose de manera improvisada una estética del reportaje. Cada tiro al objetivo se acompaña de encuadres precisos, matizados por el aprovechamiento eficaz de la luz y por la nitidez, mostrando una clara intuición para las dinámicas de la composición y la distribución de puntos focales,  profundidades y  sombras.  Su habilidad para captar las densidades no visibles del drama retoma aquella tradición del fotorreportaje que durante años ilustró con temeridad e impacto las publicaciones periódicas de la Cuba precastrista.

Contemplando las imágenes de Castellanos podemos imaginar en él, la conmoción tras haber fotografiado seres que apenas horas después sucumbirían en la odisea. Turbador habrá sido cotejar en su registro visual el inventario de la muerte. Como si el paso efímero por la imagen estuviese conectado con juegos providenciales ajenos a la conciencia. A tono con esa mística el ensayista Alfredo Triff ha sugerido que el hecho de “que el futuro no exista porque no haya ocurrido no significa que no está ahí, marcado como un hecho ante-futuro, en la memoria”. Tal ambivalencia metafísica late inevitablemente en el testimonio de Exodus. De eso se trata cuando la premonición luctuosa en ciertas instantáneas probablemente confirme la simultaneidad temporal que genera la relación causa-efecto dentro de una secuencia trágica en marcha. Otra vuelta de tuerca justamente al nudo dialéctico entre tiempo y memoria donde Wittgenstein solía explorar paralelismos y paradojas.

Puede que haya algo estremecedor y a la vez irresistible en esa no ficción. Lo cierto, es que llegado el día en que las imágenes de Willy apoyen textos o cronologías, será imposible obviar que lo captado por el lente puede reproducir el último vestigio existencial o la oportunidad postrera para evocarlo, mientras que los sobrevivientes estarán reencontrándose con los ademanes previos a la partida. De modo que cada mirada, cada perfil, cada expresión impensada ha devenido definitivamente en acta póstuma. El no saberlo en el instante de pulsar el obturador lo ha dotado de un valor humano adicional.

La ejecutoria de Castellanos en aquel momento no se circunscribió pasivamente a la condición de cronista del acontecimiento. Imposible haber armado el mosaico iconográfico si en alguna medida no se era partícipe de la vivencia. Su proceder en la precipitada circunstancia, bastante inusual en una sociedad acechada por la mirada del policía, debe haber provocado expectación, solidaridad o vigilancia. Más próximo al peligro que a la pose turística, el rol escénico ya le estaba agenciando un público desde entonces. Esa exposición no deja de ser afín a los estándares del fotoperiodismo, pero también lo convierte ¿por qué no? en un performer.

Pero lo más importante es que su ensayo le devuelve gratamente a la fotografía cubana la cualidad historiográfica. Ante el relato adulterado —y las omisiones— del castrismo en torno a este otro oscuro capítulo, la literalidad de Exodus representa una pieza importante de compensación para la reconstrucción de la memoria. Su validez documental es incomparable. No hay nada que enmendar entre referencia visual y aquel panorama desgarrado ya casi en olvido. Son fotos descarnadas, despojadas de alegoría o parábola, con la sola y abrumadora poética del desplazamiento. Suficiente. Las visiones congeladas no pueden conciliarse a otra latitud que no sea la de Cuba del 94. Una temporalidad retenida que el fotógrafo lega al estudioso o nostálgico para cuando decida revisitar los mismos arrecifes castigados por el bochorno de agosto.

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