CABEZA ALUNART
  • An alternative Art Space of Aluna Curatorial Collective

PAST EXHIBITION

Cover-Villamizar-2

Eduardo Ramírez Villamizar: His Own Sacred Geometry

Eduardo Ramírez Villamizar drew, painted and sculpted as an architect of the emptiness celebrating the plenitude of forms created with an intense awareness of that whose breath is destined to extinction and perhaps even more beautiful as a result of it. That awareness of the extinction of everything around us which is one of the most powerful lessons of nature, and that relation of oneness with it and the cosmos that spoke of forms in the prehistoric world, communicated to him the experience of the sacred.

Geometría propia y sagrada

Por Adriana Herrera

“El arte es como una religión para mí” (12)[1]. Esa afirmación de Ramírez Villamizar nos permite adentrarnos en su exhibición Geometría propia y sagrada, título que parafrasea lo que el artista encontró en cada piedra milenaria de Machu-Pichu: “…una energía sagrada y propia” (Ramírez Villamizar, 41).[2]

El término religión —de re-ligare, volver a unir— refiere a la experiencia de lo sagrado, a un modo de entusiasmo que se aviene con el origen etimológico del griego enthousiasmós, “rapto divino”; el entusiasmo que desde niño despertaron en él los espacios cargados de significado y el reino de las formas capaces de hablar una lengua que articulaba un alto sentido de las cosas no traducible a palabras. Como escribió Frederico Morais (1984) Ramírez Villamizar crea “un arte de claridades y estructuras” alimentado por una “cierta tensión religiosa” y capaz de comunicar un modo de espiritualidad (Ramírez Villamizar, 33).

Una de las instalaciones más poderosas en la historia del arte latinoamericano, El Dorado[3], creado por él en 1958 para el Banco de Bogotá, surgió justamente de la conjunción de dos espacios que lo deslumbraron. Como él mismo rememoraba en el revelador texto que acompaña también este catálogo, Homenaje a los artífices precolombinos[4], la obra se inspiró en la memoria de los altares de las iglesias en la Pamplona de su infancia, un pueblo colonial “lleno de la más absoluta humildad”[5], donde sus ojos se extasiaban sin embargo con los “relieves barrocos en madera dorada”, y en “los relieves en piedra de la arquitectura precortesiana de México”. Tenía 37 años cuando descubrió la arquitectura maya, cuyos relieves murales lo conmovieron también profundamente. 24 años más tarde, en 1983, viaja a Machu-Pichu y, “rodeado de solemnidad y silencio” siente “una estremecedora emoción estética” ante el misterio de la naturaleza y la sobriedad de la arquitectura. Pasa dos noches en un modo de contemplación ante el lenguaje de esas piedras “grandiosas”, impasibles ante el paso de milenios, e imagina allí mismo una escultura suya que resiste el paso de los vientos y la aprobación de los dioses del pasado (Ramírez Villamizar, 39-41). Su obsesión por el Museo del Oro en Bogotá, que visitaba incesantemente, es la de un artista contemporáneo que habría deseado ser cualquier de esos antiguos orfebres capaces de crear milagros de la forma con la materia que los teólogos medievales llamaban el estiércol del demonio.

Quien puede ver adelante cuando mira atrás y sabe fundir en su propio arte los espacios sagrados y la circularidad del tiempo de un modo propio, transita lo sagrado. En ese sentido, las osadas investigaciones formales Ramírez Villamizar, contienen simultáneamente en distintos momentos de su larga trayectoria, el hilo de conexión con el mundo natural y el eco de lo sacro que nutrían en el pasado la visión de todo: desde lo más pequeño, hasta lo inmenso, desde la ingeniería prodigiosa del cuerpo de los insectos o batracios hasta el lenguaje que las culturas prehispánicas depositaron en los astros.

Por ello, la curaduría de la exposición en la galería Durbán Segnini, Ramírez Villamizar. Geometría propia y sagrada, realizada conjuntamente con Nicolás Bonilla, se estructura en torno a ejes constitutivos de su experiencia del arte como religión en el sentido atrás mencionado: en las primeras salas se despliega la invocación en su obra moderna de figuras rituales y esculturas o arquitecturas de los tiempos prehispánicos de tal modo que se evidencia la conjugación de mitos y formas sacras con un sentido cósmico que se extiende hasta incluir las aventuras espaciales. Dice William Ospina (2004): “Es posible encontrar raíces de su estilo, alimentos de sus delicadas obsesiones, en los tejidos de los arhuacos y en las molas de los cunas, en la pintura corporal de los emberas y en la orfebrería de los zenúes. Todo arte verdadero dialoga con los milenios”. (Exposición retrospectiva, 10).

En la segunda parte de la galería se despliegan prioritariamente los relieves blancos y esculturas en acrílico de los 60´s, que conjugan los aprendizajes de la orfebrería con el minimalismo y otras corrientes de la modernidad, junto con un mural conformado por dibujos íntimos que permiten una aproximación cercana a la visión interior de este artista, de timidez y silencios célebres, que no por azar fue magistral en el manejo del vacío. La escultura que cierra la exhibición —única pieza en hierro oxidado de grandes dimensiones que se incluyó— pertenece a aquel grupo de obras abstractas a las que dotó de la organicidad de lo vivo al sujetarlas al proceso de oxidación y nos pareció perfecta como metáfora de la experiencia de lo sacro que no puede existir sino de cara a la muerte. Los sueños del artista geómetra abstracto se nutrieron del pasado pero albergaron las visiones del futuro y esbozaron su propio cántico de las criaturas con la fuerza silenciosa de la geometría. Marta Traba, quien como los demás críticos de la época, se negaba a comprender la vinculación de su obra con los elementos de la tierra, captó sin embargo una parte honda del espíritu de su creación al referirse “a sus introspecciones más solitarias, desmembradas del caos, isla dura, acantilado donde se consuma un nuevo acto de fe, el del hombre en su razón y en su poder ordenador”. Ramírez Villamizar consumó así la geometría como acto de fe. Y ciertamente compartía la afirmación de Vicente Huidobro de que el hombre es un pequeño dios cuando crea.

La geometría como puente entre tiempos

La idea de Ramírez Villamizar de que la geometría extendía un “extenso y sólido puente” entre las culturas precolombinas y el arte contemporáneo[6] se aprecia en las obras que se despliegan en la exposición. En la primera sala, los relieves y la escultura incluidos abarcan un período de 13 años: de 1986 a 1999. Cuatro de las piezas están inspiradas en la cultura muisca. Los relieves en madera pintada de las ranas precolombinas y el maíz –dos figuras sacras, fundacionales- fueron creados en 1986, el mismo año en que presentó Recuerdos de Machu Pichu en el Museo de Antioquia, en Medellín.

Tan importantes fueron las ranas para la cultura muisca que una especie de anfibios, endémica de Colombia –y ahora en peligro de extinción- se conoce con el nombre científico de Atelopus muisca. En su mitología, las ranas nacían del beso sobre las aguas del Sol, Zuhé, quien las creaba para alimentarse. Su nombre, según el investigador Miguel Triana, significaba justamente “alimento del sol”. Eran una deidad ligada a las aguas de las lagunas, de donde provenía la vida misma y a la lluvia cuya llegada antecedía la siembra y todos los preparativos que marcaban los tiempos de descanso y trabajo. El territorio muisca está tatuado con las imágenes de las ranas que son uno de los elementos más constantes en sus elaboraciones gráficas y jeroglíficas.[7]

La abstracción geométrica que hace Ramírez Villamizar de las ranas tiene una conexión con la grafía de figuras construidas por líneas que se alinean en juegos de ángulos rectos hasta esbozar una visión sintética de la rana más conformada por el vacío que por la forma: en lugar de encerrarla en un contorno, construye una geometría tridimensional que abre su figura simétrica al infinito. La belleza del relieve Maíz –deidad del alimento principal en gran parte de la América Prehispánica- reside en su máxima simpleza. De los cinco “trazos” que conforman la figura de la planta sagrada, dos se repiten dando espacio al vacío y una figura linear con dos ángulos en distintos grados representa el tallo principal y la hoja inferior. En estos relieves, el intangible volumen de las sombras sobre el soporte de madera, completa estos magníficos ejercicios de máxima abstracción, que sin embargo están doblemente vinculados a la realidad: son referencias a una naturaleza a la que se ha yuxtapuesto la memoria cosmogónica de los mitos andinos.

Las otras dos obras expuestas en esta primera sala son de comienzos y fines de los años 90s, y ambas fueron creadas en el material con que asumió la pátina del tiempo: el hierro oxidado. Tanto en la escultura Ofrenda Muisca 2, 1999 –que refrenda la persistencia del vínculo con el pasado prehispánico -, como en el Relieve sin título, el principio de composición se comprende mejor con su conocimiento de la generación minimalista durante su estancia en Nueva York, pero está fusionado con la memoria objetual del pasado precolombino. La repetición de formas abstractas idénticas es así el principio constructivo que utiliza al evocar las vasijas cerradas y decoradas con motivos antropomórficos que usaban los muiscas para sus ofrendas. La Ofrenda de Ramírez Villamizar es sin embargo contemporánea: una estructura abierta conformada por segmentos planos cortados en ángulo recto que se imbrican entre sí hasta conformar la arquitectura de un recipiente por donde se colaría el viento: su propia ofrenda para los muiscas. En el relieve los planos rectos se entretejen y la tridimensionalidad se complementa con los espacios vacíos en cada punta del rombo interno.

En la sala contigua tres obras de décadas distintas y en medios diversos muestran la continuidad de sus preocupaciones temáticas y formales. Hay un diálogo interesante entre un acrílico sobre cartón de 1951 y la escultura en hierro oxidado Paisaje de Machu Pichu, 1989. La primera es una obra creada en los inicios de su salto a la abstracción que ocurrió en París al poco tiempo de su llegada en 1950. La imbricación de las formas planas ya está presente en ese acrílico que de algún modo prefigura la solución del espacio negativo que sirve de culminación a la escultura. Sobre dos planos en forma de paralelepípedos terminados en cortes opuestos (uno hacia adentro, el otro hacia afuera) se eleva un montículo rectangular en el que se construye una apertura interna, el vacío oscuro, en donde está contenida la fuerza y el misterio. Así que en este “paisaje”, sin duda arquitectónico, logra la unidad entre arquitectura y escultura que había aprendido también de las culturas precolombinas. Cuando la alcanzaba en su obra sentía un modo de felicidad[8].

Se exhibe en el mismo espacio de esta escultura de alusiones a la cultura solar incaica, que rendía culto a este astro denominado “Inti”, un sofisticado sol cuadrado en el que se logra una complejidad compositiva notable con elementos tan simples como la repetición de los cuadrados, en el centro en el plano medio y el conformado por el mismo marco, que al “flotar” sobre la superficie incorporan el “dibujo” de su propia sombra a la obra. Lo mismo ocurre con las figuras planas metálicas que evocan sus rayos y que funcionan como líneas terminadas con un pequeño plano inclinado, para finalizar la composición con cuatro pequeñas flechas en las esquinas que repiten un gesto característico de las esculturas de Ramírez Villamizar en las que la forma no se concentra sobre sí: sugerir una forma de expansión al infinito. Este sol geométrico es una demostración perfecta del puente que extiende la geometría entre lo ancestral y lo contemporáneo y da a cada espectador la emoción que Ramírez Villamizar experimentaba ante la orfebrería precolombina en cada visita al Museo del Oro, del cual dijo: “Desafía mis emociones y alimenta mi imaginación cada vez con renovada sorpresa” (Ramírez Villamizar, 40).

Las esculturas Anagrama, 1995, y Puerta Ruina, 1998, continúan esa exploración feliz de encuentro entre lo arquitectónico y lo escultórico. En la primera, como un gesto lúdico y como un guiño que vincula esa pieza a la atención a los signos verbales que alimentaron los neo-concretos, puede descifrarse la letra K, cuya forma en sí es constructiva.

Moneda precolombina, 1962, reviste especial interés porque es una pieza que muestra de modo evidente la relación entre la orfebrería precolombina y la silenciosa abstracción en blanco de los años 60´s, cuando, como evoca Ana María Franco (2010), abandonando su éxito como pintor en los 50s se concentra en relieves en madera monocromos (Ramírez Villamizar, 26) De la orfebrería aprendió, según escribió Walter Engel (1983), “el efecto de los grandes planos lisos, interrumpidos por pequeños sectores repujados, estratégicamente situados, y en general sobre la organización arquitectónica de las superficies” (96)[9]. Pero sin duda, en estas obras también ha asimilado los aprendizajes de su estadía en Nueva York donde conoció los relieves escultóricos en blanco o negro de Louise Nevelson, a quien le habría introducido Ellsworth Kelly, cuya obra conocía desde sus años en París una década atrás[10]. En 1960 de hecho había expuesto en la Galería David Herbert sus relieves en los tres colores que privilegiará: rojo, negro y, sobre todo, blanco.

Tres décadas después, en los relieves en blanco y negro de fines de los noventa, se advertirá el modo en que llevó estas indagaciones recibidas del legado ancestral, a otras exploraciones sobre el espacio y el vacío. Una de las nociones más interesantes, fuera del efecto flotante de las piezas, resaltado por el uso de bases de acrílico transparente, es la noción de cámaras en progresión que es capaz de transmitir el efecto dinámico de lo orgánico, la sugerencia de un “crecimiento” a materias como el cartón, la madera o el metal.

Las obras que se despliegan al final de la primera parte de la galería, predominantemente en blanco y negro, acaban por construir una zona donde se concentran lo cósmico y otras indagaciones formales. El magnífico acrílico sin título de 1994, en blanco y negro, se relaciona estructuralmente con el principio constructivo de las esculturas de fines de los 80’s y de los 90´s, pero permite apreciar la omnipresencia del dibujo: la línea negra que se extiende en laberintos o se desdobla en planos alternándose con los vacíos del blanco, imbricados en formas que se duplican y varían y acaban por formar una figura que aquí es una suerte de cruz, pero que, como en el célebre poema de Cavafis sobre la llegada de Ulises a Itaca, es lo de menos. La figura final es el punto de llegada, la construcción cumplida, pero lo fascinante es que el acrílico invita a navegar por los trazos que han acabado por conformarla. En la escultura sin título de 1984, es también clave la conjugación entre los “blancos”, los vacíos del espacio negativo y las planchas planas metálicas que se elevan en diagonales y verticales, hasta conformar una estructura que en este caso es abierta. No se concentra sino se despliega.

La escultura central en esta zona de lo cósmico y otras indagaciones abstractas es la extraordinaria escultura Caracol Escalera de 1979, en metal pintado de negro. Decía Ramírez Villamizar (1993) que cuando lograba una escultura en la que llegaba al punto en el que sentía que ya no era necesario añadir nada, la pintaba de negro, como recurso para lograr “una severidad que me interesa” (29). Tanto esta escalera como Manto emplumado, una versión abstracta de la deidad Quetzalcóatl o Kukulcán, enlazan tres mundos en la creación artística: la naturaleza con su poderosa bio-geometría de la espiral o lo concéntrico –el caracol y la serpiente-, la simbología mística del ascenso o el vuelo y lo cósmico que paralelamente le llevó a concebir piezas alusivas a las exploraciones espaciales.

En los Andes las constelaciones como La Cruz del Sur originaron formas cósmicas constituidas por escaleras. En la escultura lo sobrecogedor es el modo en que la concatenación de formas simples –escalones negros formados por planos que se intersectan perpendicularmente- y su duplicación permite insuflar organicidad al metal, una suerte de vida en potencia que hace comprender la índole de la geometría sensible de Ramírez Villamizar.  La escultura Manto emplumado recrea con un magnífico juego de antagonismos entre formas punzantes y el vacío contenido en su interior, los conflictos de la oposición entre caos y creación, correlacionados con la mitología de la deidad mesoamericana que aparece en el albor de la creación. Un dios civilizador que se identificaba con la estrella Venus y con los caminos rituales de conexión entre tierra y cielo. Lo dual como principio constructor de formas es esencial en esta escultura donde el espacio negativo triunfa sobre el metal punzante. Es maravilloso el modo en que Ramírez Villamizar nos enseña a ver lo esculpido desde dentro, desde una interioridad vacía que da su plenitud a la forma.

En la segunda parte de la exhibición se destina toda una zona a los relieves y esculturas en acrílico de los años 60´s de Nueva York. Todas las piezas son blancas a excepción de uno de los relieves más carismáticos de esa década; Entrada al Dorado, 18961, en madera pintada en rojo, y que construyó paralelamente en blanco. Personalmente creo que, del mismo modo en que concibió una abstracción del sol en la forma de un cuadrado, hizo esta abstracción a partir de la Laguna de Guatavita donde no sólo se sitúa mitológicamente la Leyenda de El Dorado que originó posiblemente la pieza más célebre del Museo de Oro: La balsa muisca que representa la ceremonia de investidura del cacique en el pueblo del mismo nombre de la lagua. En la ceremonia el nuevo cacique navegaba hasta el centro de la laguna para ofrendar piezas de oro y esmeraldas. Por esta razón, arqueólogos y exploradores ambiciosos intentaron drenarla y abrieron un boquete, una hendidura en la forma circular de la laguna que semeja una esmeralda incrustada entre las montañas. En el relieve rojo, de extraordinaria simpleza y belleza, se repite el principio de la forma doble: el cuadrado se hiende con una herida que alcanza el centro de la forma.

En sus esculturas de plexiglás en acrílico blanco hay planos bidimensionales que muestran la transición del dibujo al relieve, del relieve a la escultura, “líneas” que se elevan y crean formas que se desdoblan y encajan entre sí, duplicándose en un concierto de planos sensitivos que sugieren dinámicas, que insinúan no sólo un movimiento potencial, sino el proceso de creación: casi como si fuera posible ver la génesis de la cual provienen.

Algunos de los títulos de los demás relieves de esa década crucial, escritos en inglés por el momento biográfico de su creación, hablan del silencio y de la profundidad. Son obras de extraordinario valor formal, suficientes en sí mismas para demostrar la grandeza de este geómetra abstracto colombiano que sin renunciar al hilo rojo de conexión con la realidad, logró cruzar el puente del tiempo entre los aprendizajes milenarios y la lengua de las refinadas abstracciones modernistas y creó para la historia del arte latinoamericano una geometría propia y sacra.

[2][2] Las citas a su relación con el arte prehispánico han sido tomadas del texto “Homenaje a los artífices colombianos”, en Ramírez Villamizar. Geometría y abstracción, Bogotá: Ediciones Gamma, 2010. El texto completo del propio artista se publica también en este catálogo.

[3] Germán Rubiano lo describe así: “En una enorme área se extiende una bella composición dominada por la línea curva. En ella, lo más destacado es el ritmo de los planos logrado por las varias alturas del relieve y por las cualidades del color dorado. Como una forma musical, el miral se desarrolla repitiendo un tema en infinitas variaciones dentro de una gran unidas. El tema está dado por un dibujo sinoso que marca los planos superpuestos e íntimamente relacionados”. Ana María Franco lo describe precisamente en el ensayo “Eduardo Ramírez Villamizar en contexto: pintura, relieve y escultura entre 1950 y 1974” como “Un relieve abstracto-geométrico en madera recubierto en su totalidad en hojilla de oro, organizado en cuatro capas en las cuales se recortan diseños geométricos semicirculares de diferentes tamaños” (Ramírez Villamizar, 132, 24).

[4] Ramírez Villamizar agradeció siempre a Jaime Valencia su apoyo en la redacción de su “Homenaje a los artífices precolombinos”

[5] Tomo la cita de la cronología preparada por Ana María Díaz B en el catálogo de su Exposición retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, 2004.

[6] Afirmación que aparece también en su Homenaje a los artífices precolombinos. Op.cit. 41

[7] Ver artículo “Concepción sagrada de la naturaleza en la mítica muisca” de Luis Alfredo Bohorques Caldera en Franciscanum. Revista de las ciencias del espíritu 2008 L(149)

[8] En la entrevista con María Elvira Ardila (2004) en Exposición retrospectiva. Eduardo Ramírez Villamizar, le dice: “Uno de los encantos precolobombina es la unidad entre la arquitectura y la escultura (…) Cuando en mi obra logro unificar los dos conceptos me siento feliz” (12).

[9] Es citado por Germán Rubiano en “La región más transparente” en Escultura colombiana del siglo XX.

[10] Ana María Franco (2010) explora esta relación y precisa una diferencia clave: “Los relieves del colombiano no están atiborrados de objetos y figuras, sino que por el contrario contienen unas pocas formas geométricas”. Por ello, los considera “más cercanos” a los relieves blancos de Kelly (Ramírez Villamizar, 28-29).

 

MENU ALUNART FOOTER